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sábado, 7 de junio de 2008

¿Somos padres… o qué? Mamerto Menapace

Escucho con preocupación y cierta tristeza cuando algunos padres hablan acerca de que ellos dos, como pareja, son lo más importante, porque en definitiva… los hijos algún día se irán. ¿Y?

Cuántas veces hemos de oír que, si se presenta la oportunidad de salir, viajar o trabajar en algo nuevo con muy buena ganancia a costa de quitar el tiempo a los hijos (tal vez todo el tiempo), hay que hacerlo. "Las oportunidades no hay que desaprovecharlas", suele alegarse.

¿Qué sentido tendría ser padres, si no fuera en función de los hijos? ¿Qué sentido tendría? Bien, podemos entender esto, pero es necesario distinguir dos aspectos. Por un lado la pareja de padres debe vivir la relación de los cónyuges. Deben disponer de un tiempo para ellos, un tiempo para recuperar energías, pero también hallar mayor unidad y un encuentro de los afectos, un darse amor que volverá multiplicado, y así, envueltos en una paz espiritual, unidos por el toque del amor volver a la relación con los hijos para dedicarles todo el tiempo suficiente, atentos y entregados a los requerimientos que les hagan de cariño, de orientación, de compañía. Pero siempre la búsqueda debe ir orientada al equilibrio. Es malo estar continuamente con los hijos sin tener un tiempo para uno, y un tiempo para la pareja; como es malo también estar demasiado tiempo lejos de los hijos, o sólo estarlo en momentos en que ellos los necesiten especialmente.

Este es un llamado a los padres para que se detengan un momento a reflexionar. Sus hijos necesitan cariño. ¿No se dio usted cuenta? ¿Les brindó ese cariño? Sus hijos necesitan conversar, hay tantas dudas…, tantos miedos…, tanto para hablar, para preguntar, ¿logró disponer un tiempo para escuchar?, ¿les mostró que interiormente se encuentra en paz y que está dispuesto a escucharlos, a seguir el relato con atención y silencio?

Tal vez usted como padre quiera hacerlo. Tal vez tenga una gran disposición. Pero esto dependerá del grado que se libere de sus propios problemas y de esta manera encontrarse dispuesto a atender las necesidades de sus hijos.

No es fácil interesarse por los hijos, pero interesarse de tal manera que seamos capaces de dejar nuestras necesidades para ver sus necesidades, y de esta maneras estar allí, con ellos y dejar de estar aquí, en mí, en "lo más importante". Es dejar de ser para ser, para ser con el otro, para ser padre. En el renunciamiento del propio yo, me dignifico. En el sentido que corona el renunciamiento está la superación de uno mismo. Nos enaltecemos. Es dejar morir el yo para que nazca el amor. Ego y amor son inversamente proporcionales. Imposible que conviva un auténtico amor de padre, con el amor a uno mismo, en términos egocéntricos (centrados en mí; el yo como centro de todo interés y toda motivación). Este egoísmo toma a veces otra forma. Su disfraz suele ser el amor unilateral (o imagen distorcionada del amor) al cónyuge. Un amor con búsqueda permanente del otro. La felicidad brilla con su color más intenso cuando está su pareja; cuando no está, la sombra del atardecer tiñe los ojos del enamorado. Ojos que miran en una dirección cuya estrechez impide ver. Ver la realidad, ver que tampoco aquí se está amando, más que a uno mismo. La necesidad ata a las personas. La necesidad ara a las cosas, al pasado o al futuro. Y todo lo que ata impide libertad. Y si no se ama en libertad, no se ama.

Cuando yo necesito al otro para ser feliz, estoy dormido, porque pongo las expectativas de felicidad fuera de mí. Entonces, al apegarme tanto a una persona, no estoy realmente seguro de amarla, pues tal vez mi inseguridad, la falta de amor en mi interior, hace que la busque fuera y que en ese caso la fuente de felicidad esté en el mundo y no en mí.

Indefectiblemente debemos llegar a la faz espiritual, porque nos metemos tanto en el mundo, que pasamos a ser del mundo, y entonces damos el primer lugar al trabajo (y también al consumo), justificándonos con que las necesidades de la familia hay que cubrirlas. Pasa a ser el trabajo el eje de la vida de los padres y de la familia. Un apego que nos hace vivir cada vez más fuera de uno mismo, persiguiendo bienes materiales que, al no ser eternos, deben ser reemplazados permanentemente o sustituidos por otros que la sociedad de consumo nos brinda como mejores y, a veces (muchas veces), como garantía de felicidad.

Si seguimos en la escala de valores de acuerdo con ese criterio, podemos llegar a ubicar a la familia en segundo lugar, pero después del trabajo. Y sólo en tercer lugar (por si acaso), ubicamos a Dios; cuando son precisamente las cosas del espíritu las que realmente tienen importancia en la vida, las que nos van a dar una profunda alegría, porque tendremos una paz interior que será fuente de felicidad; y una persona que se siente así necesita expresarlo. Y entonces se verá alegría en el trato con la familia, en disfrutar y hacer disfrutar a los hijos los momentos que Dios nos da en la vida, disfrutar de la naturaleza, de sus cambios, de las risas y los logros, de la compañía y de la soledad. Inundados de alegría nos expresamos así en una canción, en las palabras habladas y en las expectativas que cada edad trae consigo. Viviremos con nuestros hijos sus etapas de cambios, estaremos con sus picardías de niños, con sus conflictos adolescentes, con los sueños sobre el futuro.

Cuántas veces dejamos a un lado lo que tiene realmente importancia, lo que debe cobrar sentido en uno: los hijos, y vivimos a medias al omitir lo esencial, el pedido de Dios, lo que él espera en la función que nos donó con esperanzas: el ser padres. Dejamos esto por una droga llamada "necesidad de que me quieran", "necesidad de que me aprecien, de que me aprueben", "necesidad de éxito, de aplausos, de prestigio y admiración", "necesidad de tener y ejercer poder". Y permitirnos que las raíces penetren en nuestro ser. Raíces de una enredadera desarrollada por la sociedad, que nos va cubriendo y ejerciendo un control sobre nosotros. Luego de este control, viene la dependencia de los demás, de sus rótulos y de sus aprobaciones. Y perdemos libertad. Perdemos felicidad. Y nos perdemos a nosotros mismos.

Mario E. Cardarelli; Le digo a los padres; Editorial San Pablo; Argentina; 1994.

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