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sábado, 7 de junio de 2008

Compartir el Hambre Solidaridad - Mamerto Menapace

Un recuerdo de Mamerto Menapace

Lo que hoy les cuento no es un cuento. Es uno de mis primeros recuerdos como ecónomo de mi monasterio de Los Toldos (provincia de Buenos Aires).
Terminados mis cuatro años de teología en Chile, regresé al monasterio, y ordenado de diácono.
Mi prior me destinó para acompañarlo en el trabajo de la economía del monasterio que está emplazado en pleno campo, por lo que se trataba de organizar y dirigir las tareas rurales.
Por suerte, había gente muy capaz, y el grupo CREA nos asesoraba en toda la parte técnica. Pero lo mismo, fue una experiencia sumamente exigente.

De las aulas teológicas de un monasterio, tuve que pasar abruptamente a tratar con todo un mundo nuevo que iba desde los linyeras a los estancieros, y desde los Bancos a los peones.
Y, sobre todo, tuve que interiorizarme en el uso de las maquinarias agrícolas y en todo lo que se refería a laboreos, semillas, tiempos y cosechas. Pero la cosa me apasionaba y me fui metiendo de lleno en todo ese mundo nuevo.
Fue para mayo de 1966. Habíamos tenido una relativamente buena cosecha de maíz, pero por defecto de la máquina juntadora, un tanto primitiva, casi un 15% de las espigas no pudieron ser recogidas. No quedaba más remedio que hacer el trabajo a mano y para ello recurrir el sistema de concuñar.
Esta palabrita significa un tipo de trato entre el patrón y el obrero en el cual no se paga un sueldo sino que el trabajador se lleva una parte de lo recolectado para su uso personal.
Esto se debía a que las espigas caídas tenían sus granos en un estado que solo servían para el consumo animal y no podían guardarse en los silos. Generalmente el arreglo solía ser de mitad y mitad.
Pero en nuestro caso, necesitábamos el campo cuanto antes, y además, queríamos ayudar a una familia pobre y numerosa de nuestra vecina tribu de Coliqueo, de apellido Colín.
Conocía su apretada situación, y que le vendría bien aquel trabajo de concuñada libre, ya que el trato era que podría quedarse con todo lo recolectado.
Yo me imaginaba que al día siguiente los vería llegar a él y a toda su familia en sulky y carro para llevarse la mayor cantidad de maíz posible para sus gallinas y animalitos.
Por eso fue grande mi sorpresa cuando por la mañana me encontré en la puerta del potrero con toda una caravana de sulkies. En cada uno de los cuales venían familias que querían aprovechar esa situación y la oportunidad de concuñar libremente.
Con esto, era claro que la familia Colín ya no podría aprovisionarse con la misma cantidad, y con ello quedaría perjudicada. Por eso me acerqué disimuladamente a mi amigo y le pregunté quién había avisado a todas aquellas personas.
Me respondió con total naturalidad que él mismo se había encargado de recorrer el vecindario para comentárselo. Cuando le expresé mi extrañeza, aclarándole que con ello él ya no podría recoger tanta cantidad como si lo hubiera hecho solo, me respondió convencido:
- Es que también ellos tienen hambre y necesitan máiz pa´ sus animalitos.
Tuve que reconocer que mis cuatro años de teología no habían logrado aún enseñarme lo que mi amigo el indio Colín sabía por experiencia: que sólo entiende el hambre de los demás el que la ha sentido en sí mismo.

Publicación Diáogo

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