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sábado, 7 de junio de 2008

Carta a los padres - Mamerto Menapace

Carta a los padres

Quiero escribirte a ti que eres padre. Como yo. Que pasas por ilusiones y fracasos. Como yo. Que llevas grabado en cada célula de tu organismo el toque de Dios y sobre tus hombros el peso enorme y mágico de la paternidad. Como todos.

Cuántas noches de desvelos pasamos junto a nuestros hijos deseando que su enfermedad se traslade a nuestro cuerpo y ellos vuelvan a sonreír al verse libres de su dolencia. Cuántos momentos completamos entre dichosos y, por qué no, nostálgicos ojos el dormir de ellos; verlos ¡tan grandes! ¿Cuándo fue aquél día que lo recibimos entre nuestros brazos con miedo, maravillados, con ternura de inaugurada o reinaugurada paternidad? Nuestro bebé, qué grande está ya. Cualquiera sea su edad. Con qué placidez duerme. Qué emoción nos invade desde el fondo de nuestra alma, desde el fondo de nuestra naturaleza, qué ternura inmensa al verlo…, tanto que ya ni recordamos los disgustos del día, los retos dados, el castigo que le prodigamos sintiéndonos justos. Qué enorme ternura nos hace temblar imperceptiblemente por fuera -por supuesto, no vaya a ser que nuestra masculinidad pueda desmoronarse-. Pero cuánto nos mueve por dentro. Es que ese tierno sentimiento es la huella, que alcanzamos a tocar apenas, de ese profundo interior nuestro en donde se encuentra el amor de nuestro Padre Dios.

Cuántos miedos se agolpan con morbosidad en nuestra conciencia, pensando en el mañana de nuestros hijos y sus sufrimientos. Y cuántos prejuicios y rótulos sociales vienen a nuestro encuentro de la mano de angustias y temores. Cuánto se sufre hoy pensando en el mañana de nuestros hijos. Grave error. Se nos escapa la oportunidad del ahora, del presente, de lo que sí existe, de vivir con nuestros hijos, de darles y recibir, de formarlos y amarlos. Se nos escapa tras nuestra mirada perdida en los caracoles del tiempo y el rostro mustio y contraído. Nuestros hijos, quizá, con ojos de mirada profunda queriéndonos descubrir, quedan con el juguete o la propuesta en sus manos buscando en su mundo niño la respuesta a "qué hice para que mi papá se enojara o preocupara". A la ausencia de contacto humano, de contacto padre-hijo (porque mentalmente nos fuimos lejos del hogar), nuestros hijos lentamente nos dejan a nosotros con nosotros y tímidamente se dicen "hasta la próxima vez". ¿Habrá? ¿Tendremos una próxima oportunidad para jugar con nuestro hijo, para acariciarlo o para escuchar sus penas o preocupaciones, tan poca cosa para nosotros? ¿Podremos llegar a tenerlo entre nuestros brazos y ene se acto abrir la jaula de nuestras ocupaciones, nuestros problemas laborales, económicos, etc., y liberar todos los vuelos de padres? Quizá nos quedemos en el lamento de lo que no hicimos cuando pudimos hacerlo y hoy es tarde, como dice Zig Ziglar, pronunciemos las palabras más tristes del idioma: "si yo hubiera sabido". En el mejor de los casos nos encontraremos con nuestro hijo adolescente (o algo mayor) y nos preguntaremos en qué momento pasó todo tan rápido; y sin entender miraremos a este hijo desconocido y buscaremos en el bolsillo del tiempo sin encontrar vivencias profundas sino sólo un ser-padre descolorido y sin brillo. Tristeza de hombre maduro, sin recuerdos bellos, sin enriquecimiento interior. Alrededor… todos los bienes conseguidos con el esfuerzo de demasiadas horas fuera de la casa y que ahora no sirven para la felicidad.

Ser padre es vivir en la entrega permanente, es el estar dispuesto ya, siempre, para atender y mirar a nuestros hijos. Ellos están en el mundo porque Dios lo ha permitido, porque Dios lo ha querido. ¿Nosotros?… un instrumento. Pero un instrumento pensado y elegido cuidadosamente por nuestro Padre. Nos eligió a nosotros para este hijo concreto, para este hogar real. Confió en nosotros.

Ya, ahora, mientras lees esta carta piensa que estás pasando junto a un mojón de la ruta de tu vida. Este mojón tiene indicado un número (de muchas cifras o de pocas) que señala los momentos que están transcurriendo alocadamente junto a ti y sin que los vivas. Momentos llenos de comunicación y necesidades de tu hijo, momentos de llamadas desesperadas de auxilio en los ojos de tu hijo, momentos de ternura en medio del pecho frente al abandono de tu hijo en tus brazos. Y en este mojón además del número hay un mensaje (tal vez, como tantos otros, no leído). En silencio, espera tu atención y tu disposición a meditar sobre tu paternidad, sobre lo que no viviste porque no te diste cuenta, a pesar de haberlo tenido en tus manos.

Junto al mojón hay un refugio hecho de silencio y un amplio techo para cobijarte seguro por el tiempo que necesites. Por la ruta de la vida, los viajeros minutos pasarán más lentamente, regalándote sonrisas de amor, como estímulo para que sigas invirtiendo tu tiempo en amor, para que de tu interior postergado y abandonado surja la llama que ya no sientes de la paternidad con amor. Una llama que no se ha apagado, solamente es el fuego tibio, que se confunde con la temperatura de tu cuerpo. Toda la naturaleza se detendrá expectante junto a ti, cuando te detengas a meditar. Todo te mirará con respiración contenida y deseos latiendo de esperanzas para que tú cambies. Porque todos los ángeles saben del latido de tu hijo y han mirado por el alma de él. Todos sienten con el sentir de tu hijo en ti. Y nada ni nadie más que tú puede hacer algo por cambiar esta situación. Depende de tu actitud, de la escucha del aliento de Dios que te hablará en ti silencio. Él te infundirá nuevamente el soplo divino de la paternidad, o sea, el soplo divino del amor.

Hay un hijo que espera y un grito de amor en tu interior que espera un corazón abierto para salir.
En el amor entregado está la sonrisa de la vida de tu hijo.
En la vida sonriente de tu hijo está la explosión de amor de tu paternidad.
En la paternidad vivida con total entrega está la alegría de Dios.

Un hijo es para nosotros, los padres, un desafío y un gran compromiso. Como desafío nos situamos frente a un milagro: que un ser tan complejo y perfecto, como es el ser humano, se haya generado en el interior de una mujer por una semilla nuestra, imperceptible y hasta ignorada por nosotros. De allí, de la simplicidad y de nuestra disposición, Dios realizó el milagro de crear una nueva vida. Te miró, me miró, nos miró expresamente a cada uno de nosotros los padres y nos eligió para que criemos un hijo, que en definitiva es un hijo suyo. Criarlo con entrega especial para que en su crecimiento espiritual podamos devolvérselo a él, a nuestro Padre Dios.

Un compromiso porque hoy más que nunca debemos recordar la relación con nuestro padre y cuántas cosas no nos gustaron de desde nuestra posición de hijo. Mirar hacia nuestra niñez o adolescencia significa hacer un viaje al pasado con valijas vacías. Sí, como lo lees: vacías. Lo que significa fundamentalmente es que no lleves ni rencores, ni culpas, sino receptividad, comprensión. Al retorno del viaje arrastraremos el equipaje lleno, ahora, pero de experiencias para enriquecer el presente y mejorar el futuro.

Un compromiso porque se nos ha dado la oportunidad de reivindicar en esta generación, errores de generaciones anteriores. Un compromiso porque hoy nuestros hijos nos llaman con alegre desparpajo, nos hacen poner colorados y nos colocan en un aprieto con sus preguntas y sus santa sinceridad. Permanentemente nos están hablando. Muchas veces, muchas veces sin palabras. Hay miradas que nos transmiten el resultado de un interior intensamente activo, de donde todas las energías de ese trabajo viajan por sus ojos abriendo un canal fértil y preparado para que se deslicen por él vagones cargados de comprensión, de cariño, de amor. Nuestro hijos sueñan. Nuestros hijos esperan. Nuestros hijos necesitan. Como padres nosotros también soñamos, también esperamos, también necesitamos. Sólo resta subir a ese canal de comunicación que nuestros hijos nos tienden. Nos encontraremos con una sorpresa: ese canal es cuesta abajo, para que el primer paso que demos ya nada nos detenga hasta llegar a ellos.

Y el mayor compromiso que tenemos en nuestra paternidad, es el de ser buenos esposos. Porque al alimentar el amor hacia nuestra esposa, nos vestiremos de paciencia, de tolerancia, de compañerismo. En el amor que brindamos a nuestra esposa, haremos una mujer feliz que será una madre dichosa para la felicidad de nuestros hijos.

Un hijo es la prolongación del amor de padres que en el abrazo íntimo concentran el amor fecundo de Dios. El destello mágico de ese amor nos toca en la sonrisa de los hijos. Que los padres no apaguemos jamás esa sonrisa porque se nos perderá el camino en la noche de la pobreza espiritual.


Mario E. Cardarelli; Le digo a los padres; Editorial San Pablo; Argentina; 1994.

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